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DEL ARTE VACIADO Y SU ESTÉTICA DE LA NADA, A LA PERSISTENCIA DE LA BELLEZA RITUAL.

  • Foto del escritor: IO
    IO
  • 4 jul
  • 3 Min. de lectura
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Cuando el arte deja de ser una búsqueda del sentido para convertirse en un juego de apariencias, no solo pierde su estética, se vacía de alma, de cuerpo, de rito. En una época donde la imagen ha sustituido al símbolo y la técnica se impone sobre la experiencia, el arte se vuelve superficie: simulacro pulido de una profundidad que ya no habita.


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Esta semana hice nuevamente una visita al MIN, Museo de la Identidad Nacional. Hace unas semanas, en ese mismo espacio, había contemplado la exposición sublime y cargada de significado estético del artista hondureño Santos Arzú Quioto. Su obra —profundamente conectada con la espiritualidad, la memoria colectiva y el gesto plástico— me recordó que aún existen artistas que no traicionan la fidelidad a la estética ni al pensamiento encarnado.

En Arzú Quioto no hay artificio, hay símbolo. Su trazo es evocador, sus formas remiten a una mitología personal que dialoga con una raíz más amplia, la del espíritu humano enfrentado al misterio, al tiempo, a la historia. Hay cuerpo, hay materia, hay rito. Su obra no busca impresionar, sino tocar. Se mueve entre la pintura, la instalación y lo objetual, pero todo desde una convicción estética que no depende ni del espectáculo ni del algoritmo.

Ver su trabajo fue reencontrarme con el arte como presencia, como verdad sensible. Y quizás por eso, mi regreso al museo esta semana fue aún más contrastante.


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En esta ocasión me encontré con una exposición de mariposas negras de cartulina pegadas por cientos en las paredes, en un intento de instalación que pretende ser poética y abrumadora. Sin embargo, no pude ver ahí más que un gesto vacío.

Me pareció un espectáculo sin sustancia, una puesta en escena más cercana al escaparatismo que al arte. Y lo peor: al descubrir que había intervención de inteligencia artificial en el proceso creativo, mi decepción fue mayor.

No tengo nada contra la tecnología —me formé en virtualidad universitaria y me fascinan sus posibilidades—, pero considero que cuando una obra nace desde la IA sin una conciencia crítica, sin una experiencia humana encarnada, deja de ser arte. Lo que queda es un efecto visual disfrazado de concepto.


Lo que vi en esa sala no fue arte, fue decoración algorítmica con pretensiones. Las mariposas no cargaban con símbolo ni conflicto: eran papeles recortados por máquinas y adheridos en serie. Esto no es profundidad simbólica, es una estética de la nada.

Y no es un caso aislado. Estamos rodeados de instalaciones que buscan provocar asombro inmediato sin decir absolutamente nada.


Sin embargo, mi objetivo inicial de la visita era ver la exposición NINGYŌ — Arte y Belleza de la Muñeca Japonesa. Soy admiradora de esa cultura, fue lo que rescató el sentido del arte.

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En silencio y sin estímulos digitales, se desplegaban figuras tradicionales japonesas realizadas con un nivel artesanal que raya en lo sagrado. Cada muñeca cargaba siglos de tradición, ritualidad, detalle y belleza. Su presencia contenida hablaba más que cualquier montaje "inmersivo".

En Japón, estas muñecas han sido usadas desde la antigüedad en ceremonias de paso, fertilidad, purificación o protección espiritual. Son objetos cargados de historia, no de espectáculo. Frente a ellas, me sentí en contacto con una forma de arte verdadera, una que no necesita gritar, ni brillar, ni llenarse de datos generados por código para sostenerse. Una que conecta con el rito, la memoria y la belleza sin intermediarios artificiales.


La comparación fue inevitable. Por un lado, el ruido sin alma del arte contemporáneo dominado por lo espectacular y la automatización; por el otro, la dignidad silenciosa de una tradición que sigue hablando desde sus formas más simples. En todo ese museo, lo único que valió la pena ver fueron esas muñecas.

Lo demás fue simulacro. Un vaciado simbólico, una estética de la nada que no es casual. Se sostiene sobre un contexto cultural cada vez más anestesiado. Por un lado, un público que se conforma con el entretenimiento visual y la novedad técnica; por otro, artistas que han renunciado a la exigencia, a la exploración simbólica, a la construcción de una poética propia. Y en medio, la trivialización del oficio. Basta cortar papeles o activar un software para autodenominarse creador.


El arte, si ha de ser algo, debe nacer del conflicto humano, del pensamiento encarnado, del gesto con sentido. Y sobre todo, de un trabajo profundo, simbólico y estético. No de algoritmos.

Eso que hoy llaman inteligencia artificial no es inteligencia. Es un sistema que acumula información estadística sin consciencia, sin experiencia, sin alma. Le hemos atribuido cualidades humanas a una herramienta que solo calcula, y al hacerlo, estamos no solo confundiendo los lenguajes, sino rebajando el arte al nivel de una instrucción mecánica.

La inteligencia es humana.

El arte, también.


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