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EL PAÍS QUE VOTA POR SU VERDUGO

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    IO
  • 1 dic
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Actualizado: 2 dic

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En Centroamérica se celebran elecciones como si se trazara un destino, aunque en realidad solo se define el estilo del castigo. Honduras lo demuestra con precisión quirúrgica, aquí no se eligen proyectos, se administran daños. La derecha avanza sin pudor ni máscaras, con descaro total. Es voraz, corrupta y dispuesta a pactar con cualquier sombra que le garantice dominio.

Es un bloque compacto de intereses empresariales, redes clientelares y alianzas con estructuras criminales que han gobernado con impunidad durante años, su retorno no revela aprendizaje ni memoria colectiva, solo cansancio, miedo y resignación.

 

La izquierda que alguna vez insinuó ruptura terminó hundida en sus propias contradicciones, se volvió un aparato torpe que imitó lo que decía combatir y perdió toda conexión con las urgencias reales del país. No ofreció instituciones sólidas ni un proyecto económico capaz de sostenerse frente al modelo tradicional, se fracturó hacia adentro y se volvió rehén de caudillos que confundieron liderazgo con ego.

Esa izquierda se quedó atrapada en símbolos agotados y en discursos que ya no movilizan, promete cambio mientras reproduce los mismos vicios que denuncia, y ese desgaste permitió que las élites recuperaran terreno sin resistencia.

 

Ambas administran la miseria desde ángulos diferentes, como dos alas del mismo buitre que ha devorado estas tierras durante siglos.

 

En este escenario el votante no elige transformación ni continuidad, elige tipos de deterioro, y el regreso de figuras vinculadas a los momentos más oscuros del país no nace solo de ignorancia individual, sino también de un sistema que jamás ofreció alternativas reales. La pobreza, el clientelismo, la dependencia económica y la incertidumbre condicionan más que cualquier programa de gobierno. La democracia funciona como una puesta en escena donde lo único en disputa es quién administrará la crisis que nadie pretende resolver.

 

La brecha entre los que mandan y los que sobreviven no es una falla, es el diseño. El mecanismo central de un modelo sostenido por corporaciones, bancos, estructuras militares y redes criminales que operan por encima del voto, sin importar colores ni promesas. La mecánica de la impunidad no se detiene en fronteras, cuando un mandatario extranjero amenaza con indultar a un expresidente condenado por narcotráfico, se confirma que las reglas se doblan ante la voluntad de quienes creen que la ley es un obstáculo, la complicidad y el poder pesan más que cualquier ética o responsabilidad.

 

Derrumbar ese entramado exigiría un colapso total de los poderes económicos y políticas que cruzan el planeta, quienes sostienen el tablero controlan también las condiciones que impiden que se rompa. No hay revolución pendiente, solo la repetición paciente e interminable de una maquinaria que perfecciona su propia continuidad.

 

Honduras no vive un cambio de rumbo, vive la confirmación de que no existe rumbo posible dentro de este marco. La alternancia no transforma nada porque las fuerzas que deciden no están en las papeletas, la disputa electoral solo reorganiza administradores, nunca principios, y la ilusión de participación sirve para mantener vivo un ritual que evita preguntarse por la estructura que lo sostiene.

 

La realidad es simple y brutal, no habrá un sistema nuevo porque quienes controlan este modelo bloquean cualquier posibilidad de transformación profunda.  Lo único que queda es la lucidez, ver la maquinaria sin adornos y sin justificaciones, entender que la esperanza política que se ofrece cada cuatro años nunca ha sido un camino, apenas una anestesia.

La lucidez no salva, pero impide la trampa, y en estas tierras donde las ruinas se repiten con disciplina histórica, a veces eso es lo único que queda por rescatar.

 

Ingrid O

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