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Inventario de recuerdos

  • Foto del escritor: IO
    IO
  • 30 nov
  • 4 Min. de lectura

Toda memoria que no se nombra, tarde o temprano

encuentra quien la reclame.

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La empresa no tenía nombre en la fachada. Solo un número de serie anodino y metálico. Desde fuera parecía un edificio cualquiera; al entrar, todo se desdibujaba. Un pasillo largo luminoso conducía a oficinas idénticas que se extendían como un laberinto blanco. Escritorios repetidos como un patrón geométrico infinito, pantallas suspendidas flotaban en silencio y archivadores alineados en filas impecables daban la impresión de no terminar nunca.

Yo trabajo aquí, siempre aquí, como si nunca hubiera empezado y nunca pudiera terminar. Archivista de memorias. El puesto no requería imaginación, apenas obediencia y precisión. Cada mañana llegaban cajas negras selladas, con recuerdos de algún cliente; fragmentos de infancia, viajes, voces, olores.

Mi tarea era simple. Catalogarlos, asignarles un valor y clasificarlos en vivencias ordinarias o tesoros subjetivos. La primera categoría sostenía el inventario; la segunda sostenía la empresa.

 

El mercado era voraz. La gente pagaba fortunas por memorias ajenas. Un minuto de abrazo materno que nunca tuvieron, el sabor de una sopa en una tarde de lluvia en un país que jamás visitaron, o la risa de un niño inexistente. Nadie preguntaba de dónde venían mientras fueran convincentes.

 

Un día abrí una caja y encontré una escena que reconocí con un estremecimiento; yo, a los ocho años, en el patio de la escuela, viendo un perro que se escapaba por el portón abierto. Sabía que era mía, recordaba la aspereza del polvo en mis zapatos, el olor de la tiza raspando la nariz y la certeza infantil, tan clara y cruel, de que ese perro nunca volvería. Antes de reproducirlo, percibí un olor húmedo, ajeno a aquel día, como si alguien hubiera reescrito incluso la atmósfera.

Al proyectarlo en la pantalla noté un detalle imposible; el niño no era yo.  Tenía mi ropa, mi postura y hasta la cicatriz en la ceja, pero el rostro era otro. Aunque todo parecía exacto, pequeños detalles no coincidían. La textura del polvo era demasiado nítida, la tiza olía a algo que jamás existió en mi escuela.

 

El sistema la registraba como propiedad del cliente 456A9. Pero algo en mí dudaba; ¿era eso realmente mío o alguien había aprendido a recrear mi infancia mejor que yo mismo?

Cada recuerdo que reconocía estaba teñido de una certeza ajena, como si yo solo fuera un espectador de mi propia vida.

 

Busqué más cajas. En una estaba la voz de mi madre, aunque pronunciaba un nombre que no era el mío. En otra, un cumpleaños con velas de un número que nunca celebré. Todas eran memorias mías y al mismo tiempo no lo eran.

Esa noche no dormí. Al día siguiente recorrí pasillos, abrí más cajas, convertido ya en un intruso dentro de mi propio empleo.  Descubrí que varias de mis memorias estaban clasificadas como mercancía. Circulaban entre desconocidos que las reproducían como si fueran suyas.

 

Intenté denunciarlo, pero el supervisor, un hombre gris como los archivadores, me miró con desgano.

—Usted firmó el contrato, —dijo, —todas las memorias generadas en horario laboral pertenecen a la empresa.

—Pero esas son de mi infancia.

—¿Puede probarlo?, —preguntó, con una calma ensayada, como si ya conociera mi respuesta, y eso me atravesó con la violencia de un cuchillo.

 

¿Podía? Una memoria solo tiene valor si alguien más la valida. ¿Y si siempre fui un borrador?

 

Ese día comencé un inventario paralelo en un cuaderno escondido. Cada noche anotaba lo que recordaba; qué comí, qué soñé, qué frases escuché al azar en la calle. Temía que esas memorias también se filtraran a una caja negra y desaparecieran de mi propiedad.

 

Con el tiempo noté que mis recuerdos escritos ya no coincidían con los que vivía. En mis notas decía que había desayunado café, pero en mi mente quedaba la sensación de té. En mis páginas aparecían conversaciones que nadie más reconocía. Lo escrito y lo vivido comenzaron a distanciarse como dos vidas paralelas. Mi inventario empezó a llenarse de contradicciones, como si estuviera documentando a dos personas distintas.

 

La duda se volvió insoportable; ¿me robaban recuerdos mientras dormía o acaso nunca tuve memorias propias?

Un viernes encontré una caja fuera de lugar, sin código ni etiqueta. Dentro había una sola memoria; yo, sentado en mi escritorio, abriendo una caja sin etiqueta, y un susurro lejano que no recordaba haber escuchado me recorrió la nuca. Dentro, otra memoria idéntica. Y así, en un bucle interminable. En una de las repeticiones, mi versión en pantalla levantó la vista y me miró, como si intentara advertirme algo que nunca recordé haber pensado.

 

El sistema lo describía como recuerdo en proceso de edición.

Quise escapar, pero las puertas estaban cerradas con clave biométrica selladas contra cualquier intento. Golpeé, forcé, corrí hasta que me encontré de nuevo frente al supervisor.

 

Sonrió como si me hubiera estado esperando desde siempre.

—¿De verdad quiere salir?, —preguntó, —afuera solo hay clientes consumiendo recuerdos como el suyo. Aquí, al menos, tiene un trabajo, y créame, —añadió, —ya lo reconocen.

 

No respondí.

Las puertas se abrieron solas, como si me empujaran hacia fuera. En la calle, la gente me miraba con familiaridad incómoda. Una mujer se acercó.

—Gracias por el recuerdo, —dijo, —fue hermoso.

No supe qué responder.


Regresé a mi rutina. Sigo trabajando en la oficina, o eso creo. A veces pienso que sigo afuera, caminando en una vida que no sé si es mía o comprada. A veces creo recordar mis recuerdos, otras, solo los que alguien más decidió que debía tener.

 Ya no sé si alguna vez tuve infancia o si siempre fui un catálogo en circulación. A veces veo mi reflejo en una pantalla y no sé si me miro a mí o a una versión más convincente. A veces siento que alguien, en algún lugar, está escribiendo mi vida mientras yo solo intento recordarla.

 

Cada vez importa menos. Dicen que la versión editada de mí resulta más interesante, más coherente, más útil. Quizá tengan razón. Quizá nunca fui más que un inventario de recuerdos en venta.

A veces creo recordar mi infancia; otras solo el zumbido de las luces blancas y el eco de mis pasos.

Y entonces me pregunto:

¿Estás seguro de que los recuerdos que posees son tuyos o solo los que alguien más dejó instalar en ti?


Ingrid O


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